Escucho a menudo a personas decir: “No me gusta la idea de la ira de Dios. Quiero un Dios de amor”. El problema es que si quieres un Dios de amor, también será un Dios enfadado. Por favor, piensa en ello. Las personas que aman pueden enfadarse, no a pesar de su amor, sino debido a su amor. De hecho, cuanto más intensa y profundamente amas a una persona, más te puedes enfadar. ¿No te habías dado cuenta? Cuando ves a personas heridas o que han sufrido abuso, te enfadas. Si ves a personas que se hacen daño a sí mismas, te enfadas con ellas, por amor. Tu sentido del amor y de la justicia se activan a la vez; ¡no son sentidos opuestos! Si ves a personas que se están destruyendo o que están destruyendo a otras y no te enfadas, es porque no te importa. Estás demasiado centrado en ti mismo, eres demasiado cínico, o demasiado duro de corazón. Cuanto más amas, más te enfadas ante aquello que hace daño a quien amas. Y cuanto mayor es el daño, mayor será tu reacción.
La ira del amor
Cuando pensamos en la ira de Dios, por lo general pensamos en la justicia de Dios, y eso es acertado. Cualquiera al que le importe la justicia se enfadará cuando vea que se está violando la justicia, y deberíamos esperar que un Dios perfectamente justo haga lo mismo. Sin embargo, no pensamos que la medida de su enfado va en función de su amor y de su bondad. La Biblia nos dice que Dios ama todo lo que ha creado. Esta es una de las razones por la que se enfada ante lo que ocurre en su creación; se enfurece con cualquier cosa o persona que destruye a la gente y el mundo que Él ama. Su capacidad para amar es mucho mayor que la nuestra; y el cúmulo del mal en el mundo es tan extenso, que en realidad la palabra ira no hace justicia a la manera en la que Dios se siente cuando mira el mundo. Así que no tiene sentido decir: “No quiero un Dios airado, quiero un Dios de amor”. Si Dios ama y es bueno, debe enfurecerse ante el mal, lo suficientemente como para hacer algo al respecto.
La obediencia del amor
Cuando las circunstancias de la vida te conceden los deseos de tu corazón, te sientes satisfecho. Cuando hay una brecha entre tus anhelos y las circunstancias de la vida sí decimos que hay sufrimiento, y cuanto mayor sea la brecha, más grande es el sufrimiento. ¿Qué haces cuando esa distancia es demasiado grande? Una respuesta sería cambiar las circunstancias; salir del camino que te está llevando al sufrimiento. Es cierto que, en ocasiones, es la respuesta correcta; puede que nuestras circunstancias actuales tengan que cambiar. Puede que estemos en una relación perjudicial que tiene que terminar o cambiar de un rumbo, o una enfermedad que hay que tratar de manera agresiva. No debemos aceptar todas las circunstancias con un fatalismo pasivo.
No obstante, muchas personas siguen ese patrón para enfrentarse con casi cualquier sufrimiento: se van de la ciudad, incumplen promesas o rompen relaciones. Siempre intentan ir al lugar donde satisfarán sus deseos, ya que consideran que son de suma importancia, lo que hace que vean las circunstancias como negociables. Están dispuestos a hacer lo que sea para evitar el sufrimiento. El problema es que las circunstancias de la vida rara vez se pueden forzar. Ves a por un nuevo conjunto de circunstancias y, en seis meses, necesitarás otras diferentes.
El Sendero de Ocho Pasos del Budismo no defendería esa respuesta, ni tampoco lo harían los griegos antiguos; en su opinión, evitar el sufrimiento no era señal ni de virtud ni de integridad. Decir: “Cuando hay una brecha entre tus anhelos y tus circunstancias, cambia tus circunstancias” quebranta las enseñanzas de esas y de otras corrientes religiosas actuales. En vez de eso, dicen que lo que tienes que hacer es reprimir tus deseos. Tienes que controlarlos y calmarte, ser objetivo y mantenerte imperturbable. Entonces podrás cumplir tus promesas y mantenerte en el camino. Las circunstancias están predestinadas mientras que los deseos solo son una ilusión. Esa es la razón por la que Sócrates no estaba asustado al final de su vida. Le daba igual dejar de vivir. Había logrado con éxito distanciarse de sí mismo.
La Cruz, una muestra del amor de Dios.
Es cierto que hay ocasiones en las que tenemos que reprimir nuestros deseos, ya que, a menudo son destructivos. Pero eliminar todo deseo es suprimir nuestra habilidad de amar; y Dios nos creó para amar. Cuando observas por primera vez a Jesús en el huerto del Getsemaní, parece que opta por el primer enfoque. Está claro que no está siguiendo el camino del distanciamiento; está expresando lo que hay en su corazón. Está destrozado. Y está pidiendo a Dios con honestidad y desesperación que cambie las circunstancias, y ora “que si fuera posible, pasara de Él aquella hora”. Grita: “¡Abba, Padre! Para ti todas las cosas son posibles; aparta de mí esta copa”. Está lidiando con el Padre, pidiéndole una escapatoria, pidiendo si no hay otra forma de rescatarnos que no sea pasar por la espada ardiente.
Sin embargo, observa con atención: no está tomando sus circunstancias en sus propias manos. Al final obedece: renuncia dirigirlas y somete sus deseos a la voluntad del Padre. Le dice a Dios: “pero no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieras”. Está luchando, pero obedece en amor.
Todavía sería posible que a última hora, Jesús abortara la misión y dejase que pereciésemos. Sin embargo, para Él eso no es una opción. Está suplicando al Padre que lleve a cabo la misión de otra manera, pero no le pide abandonarla. ¿Por qué? Porque por muy horrible que sea la copa, sabe que ese deseo inmediato (librarse) debe supeditarse a su deseo último (librarnos a nosotros). Con frecuencia, lo que parecen ser nuestros deseos más profundos solo son nuestros deseos más audibles. ¿Verdad que cuando sientes un dolor intenso o una gran tentación, no puedes pensar con claridad? Te pones en contra de aquellos a los que amas. Tomas decisiones autodestructivas. Dices y haces cosas que sabes que no solo son hirientes sino que, en realidad, subestiman a las personas y los valores que más amas.
Pero en uno de los momentos de mayor dolor en la historia del mundo, Jesús no actúa así. Dice: “pero no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieras”. Ni siquiera le dice a Dios: “Creo que estás equivocado, pero aún así lo haré”. No, lo que les está diciendo es “Confío en ti a pesar de cómo me siento ahora. Sé que tus deseos son, en última instancia, mis deseos. Haz lo que ambos sabemos que hay que hacer”.
Un amor que implica sufrimiento.
Y al actuar de este modo Jesús está siendo obediente en todo a la voluntad de Dios. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. Jesús está sometiendo sus deseos más audibles a los más profundos poniéndolos en las manos del Padre. Es como si dijese: “Si las circunstancias de la vida no satisfacen los deseos de mi corazón, no voy a reprimirlos, pero tampoco voy a dejarme vencer por ellos. Sé que al final solo se satisfarán en el Padre. Confiaré en Él, y le obedeceré, dejaré mi vida en sus manos y seguiré adelante”.
Jesús no contiene sus emociones y no evita el sufrimiento. Ama hasta el sufrimiento. En medio de su sufrimiento, obedece por amor al Padre y por amor a nosotros.
Y cuando logras ver esto, en lugar de negar constantemente tus deseos o en lugar de cambiar tus circunstancias, serás capaz de confiar en el Padre en medio de tu sufrimiento. Podrás creer que gracias a que Jesús tomó la copa, tus deseos más profundos y las circunstancias en las que te encuentras van a seguir convergiendo hasta que se unan para siempre en el día del banquete eterno.
Jonathan Edwards, en el gran sermón “La agonía de Cristo” lo explica de la siguiente manera:
En el huerto del Getsemaní, Jesús] tuvo una visión cercana del horno de ira en el que iba a ser lanzado; estuvo ante la puerta para que pudiese verlo, para que pudiese observar la fiereza de la llamas y la intensidad del calor, para que supiese adónde iba y lo que iba a sufrir. […] Hay dos hechos que muestran lo maravilloso que es el amor de Cristo: 1. Que estuviese dispuesto a llevar ese sufrimiento tan terrible; y 2. Que estuviese dispuesto a soportarlo para expiar una maldad tan grande. Pero para que quede bien explicado, Cristo por decisión propia experimentó ese sufrimiento tan grande […] era necesario que supiese lo extraordinariamente grande que iba a ser el sufrimiento, antes de experimentarlo. Esto es lo que le fue dado en su agonía.[1]
Conclusión.
Ese amor, cuya obediencia es lo suficientemente ancha y larga, alta y profunda como para disolver una montaña de ira legítima, es el amor que has estado buscando toda tu vida. Ni el amor de cualquier familia, ni el amor de un amigo, ni el amor de una madre, ni el amor de cónyuge, ni ningún amor romántico podrían llenarte así. Todos esos tipos de amor te defraudarán; este nunca lo hará.[2]
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Sobre el autor:
Timothy J. Keller (1950-), es un pastor, teologo y autor estadounidense. BA. Bucknell University, M. Div. Gordon-Conwell Theological Seminary, D. Min. Westminster Theological Seminary (PA). Keller fue profesor por en Westminster Theological Seminary (PA), donde enseñaba eclesiologia y plantaciones de Iglesias. Keller es uno de los teólogos mas influyentes en el cristianamos en la actualidad tanto en Estados Unidos como Europa. Entre sus temas de interés e investigación estan: Apologética, Religion versus evangelio, Ministerio Urbano, Justicia Social y Política, Idolatría versus Adoración, entre otros. Keller es pastor de la Iglesia Presbiteriana del Redentor en Nueva York, (USA). Entre sus numerosos libros se encuentran: “La Cruz del Rey”, “La Razon del Matrimonio”, “Iglesia Centrada”, ” Justicia Generosa”, entre muchos otros disponibles en español.
[1] Jonathan Edwards, “La agonía de Cristo”. Se puede consultar online tanto en inglés como en español.
[2] Adaptado de: Timothy Keller, La Cruz del Rey: La historia del mundo en la vida de Jesús, trans. Ruth Cook, 1a Edición. (Barcelona: Andamio; GBU Conecta, 2013), 223–229.
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