La norma que dice que “Una persona no debería hurtar” ha sido generalmente aceptada por toda la raza humana, pero solo la religión bíblica muestra por qué hurtar está mal. Todo lo que una persona justamente posee le ha sido impartido por Dios. «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces» (Stg 1:17). Por lo tanto, robar a alguien es pecar contra Dios. Por supuesto, los hurtos también constituyen una ofensa contra los demás. Podría perjudicarlos si no pudieran compensar la pérdida. Podría humillarlos, ya que no los estaríamos considerando dignos de nuestro respeto o amor. Pero también aquí estamos pecando contra Dios ya que él es quien le asigna el valor a cada persona. Vemos un ejemplo de este punto de vista en el grandioso salmo de confesión que escribió David. Si bien le había robado a Betsabé su buen nombre y hasta había matado a su esposo, David dijo, hablando con respecto a Dios: «Contra ti, contra ti solo he pecado» (Sal 51:4).
¿Cuál es el significado de robar en el octavo mandamiento?
No debemos creer que hemos cumplido con este mandamiento por el simple hecho de que nunca nos hayamos introducido en un hogar extraño y nos hayamos retirado luego de sustraer la propiedad de otro. Podemos hurtar a distintos sujetos: a Dios, a otros y a nosotros mismos. Podemos hurtar de diversas maneras: a hurtadillas, por medio de la violencia, o por medio de engaños. Hay muchos objetos que pueden ser robados: el dinero, el tiempo, e incluso la reputación de una persona.
Estamos hurtándole a Dios cuando no lo adoramos como deberíamos o cuando colocamos nuestros intereses antes que los suyos. Estamos hurtándole cuando dedicamos nuestro tiempo para gratificarnos personalmente y no compartimos con otros el evangelio de su gracia. Le hurtamos a un empleador cuando no trabajamos como somos capaces de hacerlo o cuando nos tomamos recreos más largos o nos retiramos antes de la hora de salida. Le hurtamos cuando malgastamos la materia prima con la que estamos trabajando o utilizamos su teléfono para mantener extensas conversaciones personales, en lugar de cumplir con las tareas asignadas.
Estamos hurtando si, como comerciantes, cobramos demasiado por nuestros productos o intentamos hacer «un negocio redondo» en un campo lucrativo. Estamos hurtando cuando vendemos un producto de calidad inferior como si fuera de mejor calidad. Le hurtamos a nuestros empleados cuando los hacemos trabajar en un ambiente laboral perjudicial para su salud o cuando no le pagamos un salario digno que les garantice una calidad de vida saludable y adecuada.
Estamos hurtando cuando no administramos correctamente los dineros de otros. Estamos hurtando cuando tomamos un préstamo y luego no lo saldamos en fecha, o no lo pagamos. Nos robamos a nosotros mismos cuando malgastamos nuestros recursos, ya sea el tiempo, los talentos o el dinero. Estamos hurtando cuando gozamos de nuestros bienes materiales, mientras otros deben llevar una existencia de extrema necesidad: sin alimento, ropa, vivienda, o cuidados médicos. Estamos hurtando cuando nos volvemos tan mezquinos que acumulamos y ahorramos dinero hasta el extremo de robarnos a nosotros mismos no cubriendo nuestras necesidades.
¿Cuál es nuestra responsabilidad de acuerdo al octavo mandamiento?
El lado positivo de este mandamiento es evidente. Si debemos evitar tomar lo que le pertenece a otro, también debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para hacer que los demás prosperen, ayudándolos a lograr todo su potencial. El Señor resume este deber en la Regla de Oro: «Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas» (Mt 7:12).
No es posible evitar ver que este mandamiento indirectamente está estableciendo el derecho a la propiedad privada. Si no hemos de tomar lo que pertenece a los demás, la base de esta prohibición es que evidentemente las personas tienen un derecho a lo que les pertenece, derecho que les es reconocido por Dios.
¿Sostiene la Biblia el derecho a la propiedad privada?
Algunos enseñan que los cristianos deberían tener todo en común, al menos si son lo suficientemente espirituales, pero esto no es bíblico. Es cierto que por diversas razones históricas y sociales un grupo de personas eligieron poner todos sus bienes bajo una propiedad común, como lo hicieron los primitivos cristianos en Jerusalén por un tiempo luego de Pentecostés (Hch 2:44–45). Algunos pueden ser específicamente llamados a vivir así, ya sea como un testimonio ante el mundo de que la vida de una persona no consiste solo en la abundancia de las cosas que él o ella posea, o porque dicha persona está tan atada a las posesiones que debe liberarse de ellas para poder crecer espiritualmente. Jesús le dijo al joven rico que debía despojarse de todos sus bienes y dárselo a los pobres. Sin embargo, a pesar de estas situaciones especiales, ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento prohíben la propiedad privada de bienes, sino que por el contrario la endosan.
El caso de Ananías y Safira suele ser citado para apoyar la teoría comunal, ya que fueron muertos por haber retenido una parte de los ingresos que resultaron de una venta de una propiedad (Hch 5:1–11). Su pecado, sin embargo, no fue la posesión de una propiedad sino el haber mentido a los miembros de la iglesia y al Espíritu Santo. Habían pretendido estar dando todo cuando en realidad estaban reteniendo una parte. En relación a esto, incluso el apóstol Pedro reconoce su derecho a dicha posesión. «Y dijo Pedro: Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la heredad? Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿no estaba en tu poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hch 5:3–4).
Conclusión.
El hecho de que la Biblia establezca el derecho a la propiedad privada no hace que nos resulte más fácil cumplir con el octavo mandamiento. Lo hace mucho más difícil. No podemos evadir el hecho de que en muchas ocasiones le robamos a los demás lo que les corresponde; y el juicio de Dios nos convierte en ladrones.
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Acerca del autor:
James Montgomery Boice (1938-2000), pastor, teólogo y maestro. Sirvió como pastor en “Tenth Prebyterian Church” en Filadelfia, USA, desde 1968 hasta su muerte. Conocido autor y orador en círculos evangélicos. Boice obtuvo su B.A. de la Universidad de Harvard (1960), un B.D. en Seminario Teológico de Princeton (1963), y su Doctorado en Teología en la Universidad de Basilea en Suiza. (1966). Autor de mas de veinte libros y comentarios, entre los que se encuentran; “Las Parábolas de Jesús”, “Las Doctrinas de la Gracia: Redescubriendo la esencia del evangelio”, “El llamado de Cristo al discipulado”.
Adaptado de: James Montgomery Boice, «LOS DIEZ MANDAMIENTOS: EL AMOR A LOS DEMÁS», en Ética cristiana (Miami, FL: Editorial Unilit, 2002), 444–447.
Categorías:Boice, James Montgomery, Contemporaneo, Pentateuco, Teologia Biblica
dios los bendice que buena enseñanza
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