Basado en:
Kati Ihnat, “The Middle Ages,” in The Oxford Handbook of Christmas, ed. Timothy Larsen (Oxford: Oxford University Press, 2020), 15–26.

Olvida la Noche de Paz: Así Era la Caótica y Salvaje Fiesta de Navidad en la Edad Media.
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Cuando pensamos en la Navidad, nos viene a la mente una imagen de paz y tranquilidad: el calor del hogar, reuniones familiares íntimas y una atmósfera de serena reflexión. Es una imagen cuidadosamente construida a lo largo de los siglos. Sin embargo, si pudiéramos viajar en el tiempo a la Europa medieval, la escena que encontraríamos sería casi irreconocible. La Navidad de la Edad Media no era un día acogedor, sino un festival público, prolongado y a menudo caótico, que se extendía por semanas. Era una época de profundas contradicciones, donde la piedad más devota chocaba con una juerga carnavalesca. Lejos de ser una celebración domesticada, era un evento vibrante que encarnaba dos conceptos clave para entender la mentalidad medieval: la inversión y la liberación. La inversión del orden cósmico —Dios hecho hombre, el todopoderoso hecho vulnerable— se reflejaba en la inversión del orden social. Y la liberación de la oscuridad del invierno y de las penurias de la vida se manifestaba en una alegría desbordante. Acompáñenos a descubrir seis hechos sorprendentes sobre cómo se celebraba esta fiesta, basándonos en lo que revelan fuentes como textos litúrgicos y homiléticos.
1. Era un maratón, no un sprint (y comenzaba con una intensa solemnidad).
La celebración navideña medieval no se limitaba a un solo día. Era una temporada completa que, como mínimo, duraba los doce días del tiempo de Navidad (el período entre Navidad y la Epifanía), pero a menudo se extendía hasta el 2 de febrero, fiesta de la Purificación de María. Este largo período de festividad, sin embargo, solo llegaba después de una preparación igualmente extensa y rigurosa: el Adviento. Durante cuatro a seis semanas, generalmente comenzando el domingo siguiente a la fiesta de San Andrés (30 de noviembre), el Adviento imponía un clima de solemne anticipación. Las restricciones eran estrictas: estaba prohibido celebrar bodas, las relaciones maritales debían cesar y cánticos de júbilo como el Gloria in excelsis se omitían de la liturgia. Era un tiempo de ayuno y oración, pues la llegada de Cristo en la Natividad apuntaba a su Segunda Venida; así, la alegría y el regocijo se veían atemperados por la amargura del juicio futuro.
Este contraste es asombroso si lo comparamos con nuestra temporada navideña moderna. La estructura medieval —un largo período de contención seguido de una explosión de alegría prolongada— moldeaba profundamente la percepción del tiempo. La alegría del jolgorio navideño era mucho más potente precisamente porque surgía de semanas de espera y disciplina espiritual, creando un ritmo de penitencia y liberación que ya no forma parte de nuestra experiencia.
2. Lo sagrado y lo escandaloso chocaban en una fiesta desenfrenada.
Una vez terminada la solemnidad del Adviento, la energía contenida explotaba en una celebración que mezclaba lo devoto con lo profano de una manera que hoy nos parecería chocante. En 1207, el Papa Inocencio III se vio obligado a condenar oficialmente las actividades que ocurrían en las iglesias, describiéndolas en una carta que se incorporaría al derecho canónico:
‘entretenimientos teatrales’, ‘espectáculos de máscaras’, ‘estupideces escandalosas’ y ‘juergas obscenas’
Estas «juergas» no eran actos de rebelión, sino una parte integrada de la festividad, una forma de liberación comunitaria. Las celebraciones laicas incluían grandes banquetes; los registros de los tribunales señoriales muestran que los señores ofrecían un festín para todos los que trabajaban sus tierras. La gente participaba en el mumming, yendo de casa en casa con máscaras de animales, y se organizaban danzas públicas, a veces incluso dentro de las naves de las iglesias. Lejos de una estricta separación entre lo sagrado y lo secular, la Navidad medieval era un tiempo para liberarse de las dificultades de la vida y de la opresiva oscuridad del invierno. La encarnación de Dios justificaba una alegría desbordante, ruidosa y profundamente comunitaria.
3. La propia Iglesia albergaba la «Fiesta de los Locos».
Quizás la tradición más desconcertante era la «Fiesta de los Locos» (Festum Fatuorum), celebrada en torno al 1 de enero. Liderada por los rangos más bajos del clero, los subdiáconos, su núcleo era una inversión carnavalesca de la jerarquía. Se elegía un «maestro de los locos» que tomaba el control ceremonial, subvirtiendo el orden establecido dentro de los muros de la catedral. Para el siglo XV, las acusaciones contra sus excesos eran extremas: clérigos «travistiéndose, saltando por la iglesia, jugando a los dados, comiendo morcilla en el altar e incensando con zapatos viejos».
Sin embargo, esta fiesta revela la pragmática estrategia de la Iglesia frente a la cultura popular. En un acto de negociación cultural, la Iglesia pudo haber creado esta observancia para cooptar y santificar las tradiciones seculares de Año Nuevo (herederas de las Kalendas romanas), canalizando esa energía en lugar de intentar suprimirla. Un ejemplo de su carácter jovial era la «prosa del asno» (Orientibus partibus), un canto entonado mientras un asno real era conducido a la iglesia, acompañado de un animado estribillo en francés que lo incitaba a avanzar: «hez hez sire asne hez».
4. Por un día, un niño gobernaba como obispo.
El 28 de diciembre, fiesta de los Santos Inocentes, tenía lugar la máxima expresión litúrgica del tema de la inversión: la elección del «Niño Obispo». En catedrales de toda Europa, los niños del coro elegían a uno de los suyos para actuar como obispo. Portaba las insignias reales del cargo —mitra, anillo y báculo— y realizaba deberes ceremoniales, como impartir la bendición. En Padua, la celebración era espectacularmente teatral: se lanzaba una lanza a la congregación, presumiblemente por alguien que interpretaba a Herodes, mientras soldados armados corrían por la nave y la Sagrada Familia, con un asno vivo, la atravesaba.
Este evento era un «juego litúrgico altamente controlado» que dramatizaba uno de los temas centrales del cristianismo, encapsulado en el cántico del Magníficat, que se recitaba juguetonamente durante la ceremonia:
Quitó de los tronos a los poderosos, Y exaltó a los humildes.
Esta tradición otorgaba un poder temporal a los miembros de más bajo rango de la jerarquía eclesiástica, recordando a todos que el mensaje de Cristo celebraba a los pequeños y a los mansos.
5. La tierna imagen del Niño Jesús fue un concepto revolucionario.
En la Alta Edad Media, Cristo era representado como una figura divina y todopoderosa. Sin embargo, a partir del siglo XI, se produjo un cambio radical con un enfoque creciente en su humanidad. Esta fue una inversión teológica fundamental: el Dios todopoderoso hecho débil y vulnerable. El foco se desplazó hacia Jesús como un bebé frágil, y sermones como los de Bernardo de Claraval enfatizaban su pobreza en el pesebre. El arte reflejó este cambio, y las representaciones de Jesús pasaron de ser un «hombre diminuto» a un bebé reconocible.
Esta devoción fue popularizada por Francisco de Asís. En 1223, en Greccio, escenificó la Natividad con un pesebre, heno y un buey y un asno vivos (cuya presencia se deriva de una interpretación de Isaías 1:2). La escena fue tan poderosa que, según se cuenta, un hombre llamado Juan vio a un pequeño bebé dormido en el pesebre que despertaba mientras Francisco predicaba. Este énfasis en el bebé humano elevó el estatus de María, convirtiéndola en una figura cercana de amor maternal y creando un nuevo punto de acceso emocional a la fe, especialmente para las mujeres y las místicas. Se animaba a los fieles a imaginar la escena, como describe el manual Meditationes Vitae Christi (en una traducción de la versión en inglés citada en la fuente):
Mira con qué reverencia y cuidado y con qué temor ella lo manejaba a él, a quien sabía que era su Dios; y cómo con la rodilla doblada lo tomó y lo colocó en la cuna; con qué alegría y confianza y autoridad maternal lo abrazó, lo besó, lo apretó y se deleitó en él, a quien sabía que era su hijo.
6. La Navidad era una época de magia y milagros reales.
Para la gente de la Edad Media, la Navidad era un tiempo en que el velo entre el cielo y la tierra se volvía permeable. La más extendida de las creencias populares era que los animales recibían el don del habla en Nochebuena. Un sermón del siglo XII afirma que «era un entendimiento popular que los animales brutos hablarían con voces humanas en esta noche». Se creía que el grano dejado a la intemperie era rociado con un «rocío celestial» que podía curar enfermedades, y que plantas como el acebo y la hiedra florecían milagrosamente.
Este sentido de maravilla no se limitaba al folclore. Figuras religiosas experimentaban visiones místicas. La monja dominica Margreth Flastrerin relató haber visto al Niño Jesús descender del altar para jugar con ella. En otra abadía, se vio a una María muy embarazada entrar en el coro en la víspera de Navidad, para reaparecer a la mañana siguiente con un bebé en brazos. Estas creencias demuestran una cosmovisión aún no «desencantada», donde la Encarnación no era solo un evento histórico para recordar, sino una realidad cósmica que cada año reinfundía el mundo natural con poder divino.
Conclusión: Los ecos de una Navidad perdida.
La Navidad medieval fue un festival de contradicciones vibrantes: un tiempo de profunda devoción y de caos social sancionado, de maravilla mágica y dogma teológico. Esta compleja celebración comenzó a ser domesticada a finales de la Edad Media, cuando reformadores como los del Concilio de Basilea en 1435 buscaron suprimir sus costumbres «más salvajes». Este cambio reflejaba un creciente deseo de orden y una separación más estricta entre lo sagrado y lo profano, marcando un alejamiento fundamental de la cosmovisión medieval.
Al mirar hacia atrás, a esa Navidad ruidosa, pública y desordenada, nos queda una pregunta para reflexionar. Al domesticar nuestra Navidad, ¿qué hemos ganado en paz y qué hemos perdido en alegría comunitaria y asombro espiritual?
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Sobre el autor:
Kati Ihnat es historiadora medieval y profesora asociada (Associate Professor) de Historia Antigua y Medieval en la Radboud University (Nijmegen, Países Bajos). Su investigación se centra en la cultura religiosa medieval y, de forma particular, en cómo ritual, teología y narrativas interactúan para moldear identidades colectivas. Un eje constante de su trabajo es la liturgia como fuente privilegiada para reconstruir procesos de formación cultural, relaciones sociales y marcos de significado en sociedades premodernas.
En términos geográficos, ha trabajado de manera destacada sobre la Península Ibérica medieval y sobre dinámicas intercomunitarias, atendiendo a cómo textos, música, prácticas devocionales y relatos hagiográficos funcionan conjuntamente en la construcción de pertenencias y fronteras simbólicas. Ha participado y dirigido proyectos competitivos (incluyendo iniciativas financiadas en torno a los cultos de santos y el martirio en Iberia) que combinan historia, estudios litúrgicos y cultura material.
Ihnat es autora de trabajos académicos sobre devoción y polémica religiosa en la Edad Media, entre ellos un libro centrado en la devoción mariana en la Inglaterra anglonormanda. En su capítulo sobre la Navidad medieval, esa misma pericia metodológica se traduce en una lectura que cruza liturgia, predicación y prácticas festivas, mostrando tanto convergencias como tensiones entre clero y laicado.
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