Basado en:
Timothy Larsen, “The Nineteenth Century,” in The Oxford Handbook of Christmas, ed. Timothy Larsen (Oxford: Oxford University Press, 2020), 35–50.

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Introducción: La Navidad que Creemos Conocer.
Cierra los ojos e imagina la Navidad. Lo más probable es que tu mente evoque una escena sacada directamente de una novela de Charles Dickens: calles adoquinadas cubiertas por una fina capa de nieve, faroles de gas que arrojan un brillo cálido, coros cantando villancicos y familias reunidas alrededor de un fuego crepitante. Esta imagen de la «Navidad dickensiana» está tan arraigada en nuestra conciencia colectiva que a menudo aceptamos sin cuestionar la popular historia de que el propio Dickens, con su obra maestra de 1843, Un Cuento de Navidad, resucitó una festividad moribunda, si no es que la inventó por completo. Es una narrativa encantadora, la de un solo autor que rescata el espíritu de la Navidad del olvido.
Sin embargo, esta versión de los hechos, aunque conmovedora, oculta una historia mucho más compleja, fascinante y sorprendente. La verdad es que la Navidad que celebramos hoy no fue revivida por un solo hombre, sino que fue forjada en el crisol del siglo XIX a través de una serie de transformaciones culturales, religiosas y sociales profundas. Fue una época de debate teológico, de cambios en la vida doméstica y de la importación de tradiciones que alterarían para siempre el tejido de la festividad. Este artículo se adentra en esa historia oculta para explorar cinco de las transformaciones más impactantes y contraintuitivas del siglo XIX que realmente dieron forma a la Navidad moderna, utilizando la evidencia histórica para desafiar nuestras suposiciones más arraigadas y revelar los verdaderos orígenes de las tradiciones que tanto apreciamos.
1. Dickens no revivió la Navidad, ya era una fiesta próspera.
El mito más persistente sobre la Navidad moderna es la afirmación de que «las celebraciones navideñas se estaban extinguiendo» antes de que Charles Dickens publicara Un Cuento de Navidad en 1843. La idea de que la festividad era un «asunto menor» o «de segunda categoría» ha sido repetida tanto por fuentes populares como académicas. Sin embargo, un examen más profundo de la evidencia histórica no solo desmiente este mito, sino que revela una festividad vibrante y profundamente arraigada en la sociedad mucho antes de que Ebenezer Scrooge pronunciara su primer «¡Bah, paparruchas!».
Una de las «pruebas» citadas con más frecuencia para respaldar la idea de una Navidad en declive es la afirmación de que el periódico The Times de Londres no mencionó la Navidad en veinte de los años comprendidos entre 1790 y 1835. Este argumento, sin embargo, es fundamentalmente defectuoso por tres razones. Primero, los periódicos de la época eran mucho más cortos —The Times tenía solo cuatro páginas— y no solían informar sobre eventos tan comunes que se daban por sentados. Segundo, los periódicos no se centraban en la vida cotidiana de la gente común. Y tercero, el fallo más crítico, es que para demostrar que la Navidad era una festividad «de segunda categoría», sus proponentes tendrían que haber aportado pruebas de que The Times hablaba más a menudo o con más entusiasmo de otras festividades como la Pascua o el Año Nuevo, algo que nunca hicieron. Sin esta comparación, la afirmación carece de fundamento.
La realidad, según los datos del propio periódico, es exactamente la opuesta. The Times nunca dejó de mencionar la Navidad en un solo año entre 1790 y 1835. De hecho, a partir de 1817, la festividad se menciona más de 125 veces cada año. Lejos de la indiferencia, un artículo del 25 de diciembre de 1822 exhortaba a todos a celebrar con alegría, generosidad, decoraciones de acebo y bayas, y «todas las diversiones de la Navidad».
La propia obra de Dickens contradice la idea de que él revivió la fiesta. La trama de Un Cuento de Navidad depende del hecho de que todos, excepto Scrooge, ya están celebrando con entusiasmo. El avaro es constantemente bombardeado por villancicos, recaudaciones de caridad y invitaciones a fiestas. Años antes, en Los papeles póstumos del Club Pickwick(escrito en 1836), Dickens ya describía una temporada de alegría generalizada con acebo, pasteles de carne picada y juegos.
Quizás la prueba más contundente de la importancia de la Navidad antes de Dickens proviene de la legislación laboral. La Ley de Fábricas de 1833, una de las primeras regulaciones sobre el trabajo infantil, concedía a los niños trabajadores solo dos días festivos al año además de los domingos: el Viernes Santo y el día de Navidad. Lejos de estar muriendo, la Navidad era una de las dos únicas festividades consideradas lo suficientemente importantes como para detener el avance implacable de la Revolución Industrial. El mito de Dickens persiste porque es una buena historia, pero la realidad de una Navidad próspera y preexistente es crucial para comprender las otras transformaciones que estaban a punto de llegar.
2. Muchos protestantes devotos alguna vez rechazaron la Navidad por considerarla anti-bíblica.
Hoy en día, la Navidad es una festividad casi universal en el mundo cristiano, pero en el siglo XIX existía una profunda división. Mientras que anglicanos, católicos y luteranos siempre habían celebrado el nacimiento de Cristo, importantes denominaciones protestantes —como los presbiterianos, los congregacionalistas y los bautistas— se oponían firmemente a ella, considerándola una corrupción no bíblica y de origen pagano.
Las razones de su oposición eran teológicas y vehementes. En 1842, el ministro presbiteriano Cortlandt Van Rensselaer describió la Navidad como una «innovación humana que conduce a la depravación humana a una depravación mayor» y una «conspiración papista». Para él y muchos otros, la festividad carecía de fundamento en las Escrituras y estaba manchada por sus asociaciones con el catolicismo romano. El cuáquero John Bellows argumentó que celebrar la Navidad fomentaba la superstición y la idolatría, y que los verdaderos cristianos debían mantener sus negocios abiertos el 25 de diciembre como una forma de protesta.
El cambio fue lento y gradual, a menudo impulsado no por decretos eclesiásticos, sino por la abrumadora presión de las costumbres sociales. La escritora Harriet Beecher Stowe capturó esta transición en una historia autobiográfica sobre Dolly, la hija de un ministro que predicaba en contra de la Navidad. A pesar de la prohibición de su padre, Dolly termina celebrando de todos modos gracias a los regalos de sus abuelos, los dulces de una vecina e incluso una visita furtiva a la iglesia episcopal en Nochebuena. La cultura navideña era simplemente demasiado poderosa para resistirla.
La «cuña más grande» que introdujo la Navidad en las iglesias que la rechazaban fue, sorprendentemente, la escuela dominical. Estos programas para niños se convirtieron en el lugar perfecto para organizar fiestas y eventos navideños, incluso en congregaciones que oficialmente no reconocían la festividad. Con el tiempo, estos eventos se volvieron casi indistinguibles de los servicios de adoración. Por ejemplo, en 1838, la Capilla Independiente de Blackburn organizó una «fiesta de té» navideña para 600 personas que incluyó himnos y un discurso del ministro, funcionando en la práctica como un servicio de Navidad.
Finalmente, la competencia y la aceptación social llevaron a estas denominaciones a capitular. Las iglesias que no ofrecían servicios navideños veían a sus miembros, especialmente a los niños, asistir a los de otras denominaciones. Para no quedarse atrás, comenzaron a ofrecer sus propias celebraciones. Hacia 1867, la transformación era casi completa, como observó el ministro congregacionalista R. W. Dale:
«Aquí en Inglaterra todos celebramos la Navidad: romanistas y protestantes, eclesiásticos y disidentes, wesleyanos y bautistas. Tengo la fuerte sospecha de que incluso los miembros de la Sociedad de Amigos comen rosbif y prenden fuego a sus pudines de ciruela el veinticinco de diciembre».
Esta notable reconciliación teológica fusionó corrientes religiosas que antes estaban en oposición, transformando la Navidad en el «río mucho más caudaloso» que conocemos hoy, una festividad cultural y religiosa casi universal en el mundo de habla inglesa.
3. Santa Claus fue promovido por una «conspiración cristiana».
En el imaginario moderno, Santa Claus a menudo se percibe como el máximo símbolo de la comercialización de la Navidad, una figura secular alejada de las raíces religiosas de la festividad. Sin embargo, la historia de su ascenso en el siglo XIX revela una verdad sorprendente: su popularización no fue una invención comercial, sino «el resultado de una campaña concertada por una variedad de cristianos». Si se le considera una conspiración, fue una conspiración cristiana.
Los arquitectos clave del Santa Claus estadounidense fueron Washington Irving y Clement Clarke Moore, ambos neoyorquinos y devotos episcopalianos de la Alta Iglesia. Irving introdujo la idea de San Nicolás volando en su carro y bajando por las chimeneas en su historia satírica de Nueva York. Pero fue el poema de Moore de 1822, «Una visita de San Nicolás» (más conocido como «‘Twas the Night Before Christmas»), el que consolidó la imagen del alegre y rotundo personaje. Moore no era un simple escritor de cuentos; era un erudito que enseñaba «aprendizaje bíblico e interpretación de las Escrituras» en un seminario teológico.
¿Por qué estos cristianos devotos estaban tan interesados en promover a Santa Claus? La respuesta radica en la teología. La figura de Santa encarnaba a la perfección el ideal cristiano de la caridad anónima y secreta, tal como lo enseñó Jesús en Mateo 6:3-4: «Pero cuando tú des limosna, que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto». Santa Claus se convirtió en el vehículo ideal para este principio. Permitía a los padres dar generosamente a sus hijos de una manera encantadora que eliminaba cualquier preocupación sobre si podían permitírselo, y permitía a los más acomodados dar a los necesitados sin un tono condescendiente.
La propagación del mito de Santa continuó a través de instituciones cristianas. Durante la mayor parte del siglo XIX, los niños no conocían a Santa en los grandes almacenes, sino en las fiestas de la escuela dominical de su iglesia. Organizaciones como el Ejército de Salvación desplegaron a hombres vestidos de Santa en las esquinas de las calles para recaudar dinero para los pobres. Incluso el famoso editorial de 1897 «Sí, Virginia, existe Santa Claus» fue escrito por Francis Church, el editor de religión del periódico The Sun e hijo de un ministro bautista. Como señaló el historiador Timothy Larsen:
«En el siglo XIX, si uno se asomaba bajo una barba de Santa, generalmente se encontraba con un semblante devotamente cristiano».
La ironía es profunda. La figura que hoy a menudo se considera la antítesis del significado religioso de la Navidad fue, en sus orígenes, cuidadosamente cultivada y difundida como una forma de dar vida a una de las enseñanzas más importantes del cristianismo sobre la generosidad, el misterio y la alegría de dar en secreto.
4. La Navidad se trasladó de la calle a la sala de estar.
Antes del siglo XIX, muchas tradiciones navideñas eran asuntos comunitarios, ruidosos y al aire libre. Las celebraciones podían incluir «rituales de mendicidad y música estridente», como el redoble de tambores en las calles. Eran festividades que desbordaban el espacio público, a veces de forma caótica, con personas yendo de casa en casa y borrando temporalmente las jerarquías sociales.
Sin embargo, las fuerzas de la industrialización y la urbanización transformaron drásticamente la sociedad y, con ella, la Navidad. A medida que las ciudades crecían y se volvían más anónimas, estas ruidosas celebraciones públicas comenzaron a ser percibidas por las clases prósperas como «amenazantes e intolerables». El desorden comunitario que antes era una válvula de escape en pueblos pequeños ahora se sentía como una amenaza en las impersonales calles de la ciudad. Esto impulsó un cambio fundamental: la domesticación de la Navidad.
La influencia alemana fue crucial en este cambio. Ya en 1798, el poeta S. T. Coleridge describió una «Navidad intramuros en el norte de Alemania», observando cómo el enfoque de la festividad ya estaba en el hogar. Fueron los protestantes alemanes quienes popularizaron la costumbre del árbol de Navidad, que rápidamente se convirtió en la pieza central de la celebración doméstica. El árbol, adornado y resplandeciente en la sala de estar, ancló firmemente la Navidad dentro de las paredes del hogar familiar.
Esta «domesticación» estuvo íntimamente ligada a un nuevo y creciente enfoque en los niños. En 1806, el teólogo alemán Friedrich Schleiermacher declaró que «la Navidad es muy especialmente la fiesta de los niños». La llegada de Santa Claus a través de la chimenea y la colocación del árbol en el salón reforzaron este cambio, transformando la Navidad de un festival público y a veces desenfrenado en un asunto privado, íntimo y centrado en la familia.
Es crucial entender que este traslado al interior no debe equipararse con la secularización. Como señala la fuente, «la Pascua judía es principalmente una festividad doméstica, pero eso no la convierte en una festividad secular». Para muchas familias del siglo XIX, el hogar no era simplemente un refugio del mundo exterior, sino el principal lugar para la celebración sagrada y devocional. La sala de estar se convirtió en la nueva capilla, donde se vivían los aspectos más sagrados y entrañables de la Navidad.
5. Una revolución teológica puso a la Navidad por encima de la Pascua.
El ascenso de la Navidad a la cima del calendario cultural y religioso no fue solo el resultado de nuevas costumbres como los árboles y las tarjetas. Debajo de estos cambios superficiales se estaba produciendo una profunda revolución en el pensamiento cristiano que alteraría fundamentalmente la jerarquía de las festividades cristianas.
El historiador Boyd Hilton argumenta que el siglo XIX fue testigo de un cambio monumental desde la «Era de la Expiación» a la «Era de la Encarnación». La teología cristiana anterior, especialmente en los círculos evangélicos, se había centrado predominantemente en la Expiación: la muerte de Cristo en la cruz para redimir los pecados de la humanidad. Este enfoque otorgaba un peso teológico supremo al Viernes Santo y a la Pascua, las festividades que conmemoran la crucifixión y la resurrección.
Sin embargo, a medida que avanzaba el siglo, el énfasis comenzó a desplazarse hacia la Encarnación: el momento en que Dios se hizo hombre en el nacimiento de Jesús. Esta doctrina, celebrada en Navidad, pasó a primer plano. El ministro congregacionalista R. W. Dale observó este cambio en 1889, señalando que incluso para los evangélicos, la Encarnación ahora «ocupa el primer lugar».
«La Encarnación, con todo lo que revela sobre Dios, el hombre y el universo, sobre esta vida y la venidera, ocupa el primer lugar; para los primeros evangélicos, la Muerte de Cristo por el pecado humano ocupaba el primer lugar».
La consecuencia directa de esta reorientación teológica fue inmensa. A medida que la doctrina de la Encarnación ascendía a una «posición suprema en el pensamiento cristiano», la festividad que la celebraba —la Navidad— también se elevó. Ya no era simplemente una de las varias fiestas importantes; para muchos, se convirtió en el epicentro teológico y emocional del año cristiano. Este cambio doctrinal proporcionó el fundamento espiritual que impulsó el ascenso cultural de la Navidad, consolidando su estatus como la festividad preeminente que conocemos hoy.
Conclusión: La Navidad que Heredamos.
La imagen de la Navidad que atesoramos no es una reliquia inmutable de la época medieval ni la creación instantánea de un novelista victoriano. Es, en cambio, una invención dinámica y compleja del siglo XIX, moldeada por la superación de divisiones religiosas, la importación de tradiciones alemanas y profundos cambios sociales. Esta transformación no fue una serie de eventos aislados, sino un ecosistema de cambio: el traslado de la Navidad al hogar creó el escenario perfecto para que el Santa Claus cristiano entregara sus regalos y para que la nueva teología de la Encarnación se convirtiera en una devoción familiar íntima. Cada pieza reforzó a las demás, forjando la festividad que hoy conocemos.
La Navidad que heredamos es un producto de su tiempo, un reflejo de las ansiedades, innovaciones y aspiraciones del siglo XIX. Al comprender sus verdaderos orígenes, podemos apreciar mejor la notable capacidad de la festividad para adaptarse y encontrar un nuevo significado en un mundo en constante cambio. Esto nos deja con una pregunta ineludible: si el siglo XIX remodeló profundamente la Navidad para adaptarla a su mundo, ¿qué fuerzas están remodelando nuestra celebración hoy, y cómo será la Navidad dentro de cien años?
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Sobre el autor:
Timothy Larsen es historiador del cristianismo moderno y un académico de referencia en el estudio de la religión en la Gran Bretaña del siglo XIX, especialmente en el mundo victoriano y en la historia intelectual del protestantismo. Es McManis Professor of Christian Thought y profesor de Historia en Wheaton College (Illinois), y ha mantenido vínculos académicos formales con instituciones británicas, incluyendo afiliaciones honorarias con la University of Edinburgh y la University of Wales Trinity Saint David.
Su perfil combina investigación histórica y análisis de cultura religiosa: ha escrito y editado numerosos libros (incluidos varios con Oxford University Press) sobre Biblia y victorianismo, crisis de fe, antropología y cristianismo, y figuras intelectuales modernas. Además, ha sido Visiting Fellow en colleges de Oxford y Cambridge y participa en sociedades académicas como la Royal Historical Society y la Royal Anthropological Institute.
En el capítulo sobre el siglo XIX, Larsen aplica ese oficio historiográfico a la Navidad: desmonta relatos simplistas (p. ej., “Dickens lo inventó todo”), revisa evidencia impresa, y muestra cómo doctrinas (Encarnación), dinámicas eclesiales (protestantismo disidente), y transformaciones sociales (urbanización, consumo, cultura doméstica) convergieron para producir la Navidad moderna.
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