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El ministerio sin conversión debe de ser igualmente terrible en otro aspecto. Si el hombre no ha recibido comisión alguna, ¡qué posición tan infelizocupa! ¿Qué puede ver en la experiencia de su congregación que le proporcione consuelo? ¿Cómo se sentirá cuando oiga los lamentos de los penitentes o cuando escuche sus ansiosas dudas y solemnes temores? ¡Deberá de quedarse admirado al pensar que sus palabras se hayan reconocido como apropiadas! La palabra de un hombre inconverso puede ser bendecida para la conversión de las almas, ya que el Señor —a la vez que desconoce a tal hombre— seguirá honrando su propia verdad. ¡Qué perplejo debe de sentirse un hombre así cuando lo consulten respecto de las dificultades de los cristianos maduros! En el sendero de la experiencia, en el cual están siendo guiados sus propios oyentes regenerados, él mismo debe de sentirse bastante perdido. ¿Cómo podrá escuchar las alegrías de ellos en sus lechos de muerte, o unirse a su entusiasta comunión en torno a la Santa Cena?
Un pastor no regenerado es inútil para el ministerio
En muchos casos de jóvenes a quienes se ha destinado a un oficio que no podían sobrellevar, estos se han escapado al mar antes que seguir en un negocio que les era fastidioso; ¿pero adónde huirá el hombre que ha emprendido un aprendizaje de por vida en este santo llamamiento y, sin embargo, desconoce por completo el poder de la piedad? ¿Cómo podrá atraer diariamente a los hombres a Cristo, cuando él mismo desconoce el poder del apasionado amor de Jesús? Oh señores, esa debe de ser, sin duda alguna, una perpetua esclavitud. Un hombre así debe de odiar la vista del púlpito tanto como un esclavo en galeras odia el remo.
Y cuán poco útildebe de ser tal hombre. Tiene que guiar a los viajeros por un camino que él mismo nunca ha transitado, ¡que hacer navegar un barco a lo largo de una costa de la cual no conoce ninguna de las señales fijas! Está llamado a instruir a otros siendo él mismo un necio. No puede ser otra cosa sino una nube sin lluvia, un árbol que solamente tiene hojas. Al igual que cuando la caravana que va por el desierto, con todos los que la forman sedientos y a punto de morir bajo el sol abrasador, llega hasta el tan deseado pozo y —¡horror de los horrores!— lo encuentra sin una sola gota de agua, así ocurre cuando las almas que sedientas de Dios llegan a un ministro vacío de gracia: corren peligro de perecer porque no encuentran el agua de vida. Es mejor abolir los púlpitos que llenarlos de hombres que no conocen por experiencia aquello que enseñan.
La apariencia externa de piedad se desmorona con el tiempo
¡Ay! el pastor no regenerado también se vuelve terriblemente dañino, porque de todas las causas de descreimiento, los ministros impíos deben situarse en los primeros lugares. El otro día leí que ningún aspecto del mal presentaba un poder tan imponente de destrucción como el ministro inconverso de una parroquia en posesión de un órgano carísimo, un coro de cantores impíos y una congregación aristocrática. El escritor era de la opinión que no podría haber un mayor instrumento de condenación proveniente del Infierno que ese. La gente acude a su lugar de culto y se sienta cómodamente, y creen que todos ellos deben de ser cristianos, cuando, todo el tiempo, en lo único en que consiste su religión es en escuchar a un orador, divertir sus oídos con la música y quizá distraer sus ojos con gestos elegantes y ademanes de moda. El conjunto no es mejor de lo que ellos oyen y ven en la ópera: no tan bueno, quizá, en el aspecto de la belleza estética, y ni siquiera una pizca más espiritual. Miles se felicitan a sí mismos —y hasta bendicen a Dios— porque son devotos adoradores, cuando al mismo tiempo viven en un estado no regenerado y alejados de Cristo, teniendo apariencia de piedad pero negando la eficacia de ella (cf.2 P. 3:5). Aquel que preside un sistema cuyo objetivo no se eleva por encima del formalismo, se constituye más en un siervo del diablo que en un ministro de Dios.
Un predicador formal es dañino a la vez que mantiene su equilibrio exterior; pues, como carece de la estabilidad que la piedad proporciona, tarde o temprano, casi con toda seguridad, dará un traspié en su carácter moral, ¡y en qué terrible situación se coloca entonces! ¡Cómo es Dios blasfemado por ello, y cuán injuriado el evangelio!
Es terrible considerar qué muerte esperará a un hombre así y cuál será su condición después de ella.El profeta describe al rey de Babilonia descendiendo al Infierno, y a todos los reyes y príncipes a quienes él había destruido, y cuyas capitales había asolado, levantándose de sus lugares con un tremendo alboroto y saludando al tirano caído con este mordaz sarcasmo: «¿Tú también llegaste a ser como nosotros?». ¿Y no podríamos imaginar a un hombre que haya sido ministro pero vivido sin Cristo en su corazón, descendiendo al Infierno, y a todos los espíritus allí prisioneros que solían escucharlo, y a todos los impíos de su parroquia levantándose y diciéndole en tono amargo: «¿Tú también llegaste a ser como nosotros? Médico, ¿no te curaste a ti mismo? Tú que afirmabas ser una luz resplandeciente, ¿has sido arrojado a la oscuridad para siempre?». ¡Oh, si alguno tiene que perderse que no sea de esta manera! Perderse bajo la sombra de un púlpito es terrible, ¡pero mucho más lo es perecer estando en el púlpito mismo!
El testimonio de John Bunyan y Richard Baxter
Hay un pasaje espantoso en el tratado de Juan Bunyan titulado Sighs from Hell(Suspiros desde el Infierno) que a menudo resuena en mis oídos: «¿De cuántas almas han sido el medio de destrucción los sacerdotes ciegos a causa de su ignorancia? La predicación de ellos no resultó mejor para esas almas que el veneno para el cuerpo. Es probable que muchos tengan que responder por ciudades enteras. ¡Ay amigo! Te digo que al tomar por ti mismo la tarea de predicar al pueblo, puede que no sepas lo que has tomado en tus manos. ¿No te afligirá ver cómo tu parroquia va detrás de ti al Infierno, gritando: ‘Esto es lo que tenemos que agradecerte, ya que tuviste temor de hablarnos de nuestros pecados para que no fuéramos a dejar de ponerte la comida en la boca. Maldito desgraciado, que no estuviste contento —siendo el guía ciego que eras— con caer tú mismo en el hoyo, sino que también nos has conducido al mismo contigo’».
Richard Baxter, en su The Reformed Pastor (El pastor reformado), entre otros muchos asuntos solemnes escribe lo siguiente: «Cuídate, no vayas a carecer de aquella gracia salvadora de Dios que ofreces a los demás, desconociendo la obra eficaz del evangelio que predicas; y no sea que, mientras proclamas al mundo la necesidad del Salvador, tu propio corazón lo desconozca y pierdas tu parte en él y en los beneficios de su salvación. Cuídate de morir mientras adviertes a los demás contra el peligro de muerte, y de morir de hambre mientras preparas su comida. Aunque existe la promesa de que «los que enseñan la justicia a la multitud» brillarán como las estrellas (cf.Dn. 12:3), esto presupone que ellos mismos la habrán conocido primero. Simplemente considerada, la propia sinceridad de su fe es la condición de esa gloria; aunque su gran trabajo pastoral pueda ser condición de la promesa de mayor gloria.
Muchos han advertido a los demás para que no fueran a ese lugar de tormento, a la vez que ellos mismos corrían hacía allí: más de un predicador que había clamado muchas veces a sus oyentes para que escaparan de la condenación, está ahora en el Infierno. ¿Acaso resulta razonable imaginar que Dios lo salvara a uno por ofrecer la salvación a los demás, mientras él mismo la rechazaba? ¿O por contar a los otros aquellas verdades que él mismo dejaba de lado o de las cuales abusaba? Más de un sastre que hace trajes caros para los demás anda vestido de harapos; y más de un cocinero apenas se lame los dedos cuando prepara platos suculentos para otros. Creámoslo, hermanos míos: Dios nunca ha salvado a nadie por ser predicador, ni por ser un predicador capaz, sino por haber sido justificado y santificado y, por consiguiente, ser fiel en la obra de su Maestro. Por tanto, examina primero tu propia vida, y asegúrate de que eres lo que instas a tus oyentes a ser, y crees lo que los persuades a diario a creer, y que has acogido de buena gana al Cristo y al Espíritu que ofreces a los demás. Aquel que te mandó amar a tu prójimo como a ti mismo quiso decir que te amaras a ti mismo, y no que te odiaras y destruyeras a ti mismo y a ellos».
Hermanos míos, permitamos que estas solemnes frases causen su debido efecto en nosotros. Seguramente no haya necesidad de añadir nada más, pero déjame orar para que te examines a ti mismo y hagas un buen uso de lo que se te ha dicho hasta aquí.
Adaptado de: C. H. Spurgeon, Discursos a mis estudiantes, ed. Bonifacio Lozano García, trans. Juan Sánchez Araujo (Ciudad Real, España; North Bergen, NJ: Editorial Peregrino; Publicaciones Aquila, 2013), 26–30.
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Acerca del autor:

C.H. Spurgeon (1834-1892), fue un predicador bautista ingles, conocido como “El Príncipe de los Predicadores”. Sin duda el predicador ingles mas conocido en el siglo XIX, el cual aun después de muerto sigue hablando a través de sus escritos. Sus escritos y sermones tienen una única mezcla de ser ricos teológicamente, cristo céntricos, evangelisticos y al mismo tiempo prácticos. Spurgeon nunca sigue estudios teológicos formales, comenzó su primer pastorado a tiempo completo en congregación mas importante en ese tiempo ‘New Park Street Chapel’ a los 19 años. Sin embargo su pasión por la lectura era iniguable. Entre los libros mas importantes tenemos, “La chequera del banco de la fe”, “El ganador de almas”, “Discurso a mis estudiantes”, “El Tesoro de David”, entre muchos otros.
Verdadero ministro de DIOS,de verdadera FE constante en la obra del SEÑOR-Ejemplo de creyente- discípulo, a tener en cuenta en estos tiempos terribles en que vivimos como nunca.
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