Las gentes están hambrientas de la grandeza de Dios. Pero la mayoría de ellas, en medio de una vida llena de problemas, no quieren reconocerlo. La majestad de Dios es una cura desconocida. Hay en el ambiente muchas recetas populares cuyos beneficios son superficiales y breves. La predicación que no tiene el aroma de la grandeza de Dios podrá entretener por un tiempo, mas no calmará el grito del alma que clama: “Muéstrame tu Gloria.”
Predicando sobre la Santidad de Dios.
Hace años, durante la oración semanal en nuestra iglesia, decidí predicar acerca de la Santidad de Dios, basándome en Isaías 6. En el primer domingo del año, decidí mostrar la visión de Dios que se encuentra en los primeros cuatro versos de ese capítulo.
«En el año de la muerte del rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y la orla de Su manto llenaba el templo. Por encima de El había serafines. Cada uno tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: “Santo, Santo, Santo, es el Señor de los ejércitos, Llena está toda la tierra de Su gloria.” Y se estremecieron los cimientos de los umbrales a la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo.»
De modo que prediqué sobre la santidad de Dios, e hice lo mejor que pude para mostrar la majestad y la gloria de tan grande y santo Dios. No dije ni siquiera una mínima palabra aplicada a las vidas de las personas. La aplicación es esencial en el curso normal de una predicación, pero aquel día me sentí llevado a hacer una prueba: ¿Acaso el mostrar apasionadamente la grandeza de Dios por sí sola llenaría las necesidades de esta gente?
No me había dado cuenta de que no hacía mucho, antes de este domingo, una pareja joven de nuestra iglesia había descubierto que uno de sus hijos estaba siendo abusado sexualmente por un pariente cercano. El asunto era increíblemente traumático. Ellos estaban allí aquel domingo por la mañana escuchando aquel mensaje. No sé cuantos fieles, aconsejando a los Pastores nos dirían hoy: “Pastor Piper, ¿no se da cuenta de que su gente está sufriendo? ¿No pudiera usted bajar del cielo y ser más práctico? ¿No se da cuenta de la clase de gente que se sienta frente a usted los domingos?” Semanas más tarde supe la historia. Un domingo por la tarde después del servicio, el esposo me llamó aparte. “John,” me dijo, “estos han sido los meses más duros de nuestras vidas. ¿Y sabe por qué he logrado resistirlos? Fue la visión de la Grandeza de la Santidad de Dios que usted nos dio la primera semana de enero. Ésa ha sido la roca a la que nos hemos aferrado.”
La grandeza y la gloria de Dios son relevantes.
No importa si las encuestas salen con una lista de necesidades perceptibles que no incluyan la suprema grandeza de la soberanía del Dios de la Gracia. Hay una necesidad más profunda, y nuestro pueblo está hambriento de Dios.
Otra ilustración de lo anterior es la manera cómo la movilización misionera está ocurriendo en nuestra iglesia y la forma cómo en la historia esto ha sucedido vez tras vez. La juventud de hoy no se entusiasma por denominaciones y agencias. En cambio, se entusiasma por la grandeza de un Dios global y por el incontenible propósito de un rey soberano. El primer gran misionero dijo: “Se nos ha dado la gracia y apostolado para despertar la obediencia por la fe, por razón de Su nombre, a todas las naciones.” (Romanos 1:5, énfasis marcado) Las misiones existen por razones del amor de Dios. Fluyen por un amor a la gloria de Dios y por el honor de Su reputación, como la respuesta a una oración: “Santificado sea tu nombre.”
Estoy convencido que la visión de un gran Dios es una pieza clave en la vida de la iglesia, tanto en lo pastoral, como en el esfuerzo misionero. Nuestras gentes necesitan oír de un Dios milagroso. Necesitan oír que alguien, por lo menos una vez a la semana, alce su voz y magnifique la supremacía de Dios. Ellos necesitan contemplar el completo panorama de las excelencias de Dios. Robert Murray M’Cheyne dijo:
“Dios no bendice a los grandes talentos tanto como a la gran semejanza a Jesús. Un Ministro santo es una poderosa arma en las manos de Dios.”1
En otras palabras, lo que la gente demanda es nuestra santidad personal. Y ciertamente, la santidad personal es nada menos que una vida inmersa en Dios—el vivir de una filosofía extasiada en Dios.
Dios mismo es la materia fundamental de nuestra predicación—en Su majestad, verdad, santidad, rectitud, sabiduría, fidelidad, soberanía y gracia. No quiero decir que no debamos predicar sobre las menudencias de las cosas prácticas como la paternidad, el divorcio, el Sida, la TV y el sexo. Lo que quiero decir es que cada una de esas cosas deberá ser traída ante la santa presencia de Dios y dejada descubiertas sus raíces de piedad o impiedad.
El ejemplo de la Predicación de Jonathan Edwards.
No es la tarea del predicador cristiano dar pláticas morales o psicológicas para animar acerca de cómo conducirse en el mundo, cosa que cualquier otro puede hacer. Mas la mayoría de nuestra gente no tiene en este mundo quien les diga una y otra vez acerca de la suprema belleza majestuosa de Dios. Trágicamente por eso, muchos están hambrientos de la visión centrada en Dios, del gran predicador Jonathan Edwards.
Mark Knoll, historiador eclesial, descubrió que en los dos siglos y medio pasados desde Edwards, trágicamente:
“Los evangélicos norteamericanos no han pensado desde un inicio acerca de la vida como cristianos, porque toda su cultura se los ha impedido. La piedad de Edwards continuó en una tradición de reavivamiento, a su teología siguió un Calvinismo académico, mas no hubo sucesores para la visión universal de su Dios poderoso o de su profunda filosofía teológica. La desaparición de la perspectiva de Edwards en la historia de la Cristiandad norteamericana ha sido una tragedia.”2
Charles Colson repite esta convicción:
“La iglesia moderna de Occidente—en su mayoría desviada, llena de cultos e infectada con gracia barata—necesita oír el reto de Edwards … Creo que las oraciones y las obras de los que aman y obedecen a Cristo en el mundo podrán prevalecer siempre que atesoren los mensajes de un hombre llamado Jonathan Edwards.”3
La recuperación de “La visión universal de un Dios Poderoso” causará gran regocijo sobre la tierra en los mensajeros de Dios, y una razón de profundo agradecimiento al Dios que hace todas las cosas nuevas.
Conclusión.
Siempre doy gracias a Dios, que nunca me ha abandonado sin una palabra y un celo para hablarla la mañana de un domingo, todo para Su gloria. Oh, pero yo tengo mis momentos. Mi familia de cuatro hijos y una esposa estable no es ajena a las penas y las lágrimas. Las críticas pueden herir al irritable, y el desanimo puede llegar tan profundo como para dejar a este predicador mudo. Pero la inconmensurable y soberana gracia de Dios, más allá de toda soledad e inconveniencia, me ha revelado Su Palabra y me ha dado un corazón capaz de saborearla y enviarla semana tras semana. Por eso nunca he dejado de amar la predicación.
En la misericordia de Dios hay una razón humana para ello. Charles Spurgeon lo sabía, y la mayoría de predicadores felices lo saben. Cierta vez le preguntaron a Spurgeon acerca del secreto de su ministerio. Al cabo de una breve pausa, respondió: “Mi gente ora por mí.”4 Por eso es que yo he sido revivido una y otra vez en la obra del ministerio. Así es como La Supremacía de Dios en la Predicación pudo ser escrito. Mi gente ora por mí. A ellos dedico este libro con afecto y gratitud.
Oro porque este libro pueda volver los corazones de los heraldos de Dios, para el cumplimiento de la gran admonición apostólica:
1 Pedro 4.11 El que habla, que hable conforme a las palabras de Dios; el que sirve (que ministra), que lo haga por la fortaleza que Dios da, para que en todo Dios sea glorificado mediante Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén.
Mas artículos sobre el tema, aquí.
Mas artículos del autor, aqui.
Adaptado de: John Piper, La Supremacía de Dios en la predicación (Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia, 2004), 7–12.
Sobre el autor.
John Piper (1946-), pastor y teologo norteamericano, es una de las figuras mas influyentes en el cristianismo en el siglo XXI. Realizo estudios en Wheaton College (BA – Literatura y Filosofía); Fuller Theological Seminary (M.Div.); Universidad de Munich (PhD – Estudios Bíblicos). Piper ha sido pastor en la Iglesia Bautista de Bethlehem, en Minnesota, Estados Unidos por 33 años, desde 1980 hasta su retiro en el 2013. Es fundador del ministerio ‘Deseando a Dios’, y es miembro del Concilio de ‘The Gospel Coalition’. El propósito principal de su ministerio es la extension de una pasión por la supremacia de Dios en todas las cosas para el gozo de todos los pueblos a través de Cristo Jesus. Piper ha sido usado por el Señor para mover a una generación a buscar la Gloria de Dios en todas las cosas. Piper ha escrito numerosos libros y articulos, muchos de los cuales han sido traducidos al español, entre los que tenemos: ‘La Supremacía de Dios en la predicación’ (2004); Una Ambición Santa: Predicar a Cristo donde no ha sido nombrado’ (2012); Alegría indestructible: Dónde está nuestra seguridad’ (2005); ¡Alégrense las naciones!: La Supremacía de Dios en las misiones’ (2007); Gracias Venidera; Deseando a Dios; Los placeres de Dios; Hermanos no somos profesionales; entre muchos otros.
Notas:
1 Andrew Bonar, ed., Me moir and Remains of Robert Murray McCheyne (repdr. ed., Grand Rapids: Baker Book House, 1978), 258.
2 Mark Noll, “Jonathan Edwards, Moral Philosophy, and the Secularization of American Christian Thought,” Reformed Journal (February 1983): 26. Énfasis del autor.
3 Charles Colson, “Introduction,” en Jonathan Edwards, Religious Affections, (Afectos Religiosos), (Portland: Multnomah, 1984), xxiii, xxxiv.
4 Iain Murray, The Forgotten Spurgeon (Spurgeon, El Principe Olivdado), (Edinburgh: Banner of Truth, 1966), 36.
Categorías:Piper, John, Predicacion, Teologia Pastoral