En 2005, Rick Warren, pastor de una megaiglesia y autor del éxito de ventas Una vida con propósito, tuvo un intercambio de ideas con un destacado periodista en un foro de opinión patrocinado por Pew Foundation. A algunos de los allí presentes les suponía un problema la posible implicación civil de una creencia cristiana particular, a saber, que Dios condena a algunas personas a castigo eterno. Uno de los participantes se dirigió a Warren en los siguientes términos:
Puede que para Vd. no sea un problema la contradicción implícita en que Wendy [una de las periodistas presentes, no cristiana] sea plena ciudadana norteamericana, y merecedora por ello de toda la protección que en la vida presente pueda merecer el miembro más veterano de su congregación, y que cuando ella muera vaya a ir al infierno porque no es salva, tal como Vd. lo entiende en cristiano. La pregunta entonces es, ¿cree verdaderamente que los seguidores de su iglesia –o las personas que asisten a cualquier otra iglesia, las personas que leen los libros que Vd. escribe, y las personas a las que Vd. se dirige incluso al nivel mundial– tienen realmente una mente tan sofisticada como para poder aceptar semejante contrasentido?…1
A lo que Warren respondió que, en su opinión, no había contradicción alguna entre ambas cuestiones. Respuesta que, sin embargo, no convenció a la mayoría de los periodistas asistentes, y objetaron que el infierno como destino para algunos lleva implícita una desigualdad en cuanto a la dignidad y la valoración de las personas. Lo cual no hacía sino poner de relieve las dudas de muchos respecto al concepto cristiano de un Dios que juzga a las personas, condenándolas al infierno y que, además, semejante creencia resulta en exclusión, abuso, división y manifiesta violencia.
La Doctrina del Juicio de Dios es ofensiva.
En nuestro entorno cultural y social, el juicio divino es una de las doctrinas cristianas que más ofenden. Como ministro de culto y como predicador, me encuentro a menudo hablando acerca de textos bíblicos que tratan de la ira de Dios, del juicio final y de la doctrina de la condenación al infierno. Durante muchos años mantuve abierto un foro para responder dudas y preguntas tras los cultos del domingo. La dinámica era de “tormenta” de preguntas acerca de todas esas enseñanzas. Yo entendía perfectamente que les causaran problemas estos aspectos de la fe cristiana histórica. Y aun siendo, sin duda, la objeción al juicio y al infierno una actitud más visceral que duda metódica, siguen estando ahí presentes unas creencias muy específicas. Procedamos a examinar estas creencias erradas sobre Dios.
No puede haber un Dios de juicio
Robert Bellah, en su muy influyente libro Habits of the Heart, se ocupa del “individualismo de expresión” dominante en la cultura americana. En ese sentido, apunta que el 80% de los norteamericanos piensa que “cada individuo tiene derecho a su propia fe o religión con independencia de cualquier iglesia o sinagoga”.2 La conclusión de Bellah es que, para el común de la mentalidad nacional, la verdad moral es algo relativo que tiene que ver exclusivamente con la conciencia personal. Así, se piensa más bien en un Dios de amor, favorable al ser humano independientemente de su conducta. Pero, en el punto opuesto de la cuestión, se resiente la idea de que ese Dios pueda castigar a las personas por creencias personales que puede que sean erróneas. Lo interesante a notar es que tal actitud viene avalada por una visión del desarrollo de la cultura en la historia.
En su libro The Abolition of Man, ya todo un clásico, C. S. Lewis indica lo que él veía cómo las principales diferencias entre la visión antigua y moderna de la realidad. Para ello empieza por desmontar la creencia de que los antiguos creían en la magia y que después hizo su aparición la ciencia moderna y ocupó su lugar. Como experto en estudios medievales y la posterior transición a la modernidad, Lewis sabía bien que había habido muy poco de mágico en ese período y que la verdadera edad dorada de lo mágico habían sido los siglos XVI y XVII, coincidiendo justamente con el desarrollo de la ciencia moderna y, según contendía, con una misma génesis.
La indagación seria en lo mágico y en lo científico nació en parto doble: la primera de esas criaturas era débil y enfermiza y pronto murió, la otra era fuerte y prosperó. Aun así, fueron gemelas en su primer momento, naciendo de un mismo impulso.3
Lewis da razón de ese impulso como novel aproximación a la realidad moral y espiritual:
Hay un nexo de unión entre la magia y las ciencias aplicadas, pero desmarcándose ambas por igual de la “sabiduría” de épocas anteriores. Así, para los sabios de otros tiempos, el problema principal había sido cómo adecuar el alma espiritual a la realidad física, siendo su respuesta el conocimiento obtenido mediante autodisciplina y virtud. Tanto para la magia como para las ciencias aplicadas, el problema consistía en someter la realidad a los deseos del hombre: la solución era, pues, la técnica; y ambas disciplinas, en la aplicación de su técnica, se hallan en disposición de hacer cosas hasta entonces tenidas por deleznables e impías…4
En los tiempos antiguos, se daba por supuesta la existencia de un orden moral externo al yo, intrínseco al entramado propio del universo. El violar ese orden metafísico tenía consecuencias tan graves como las de la trasgresión de la realidad física al poner la mano en el fuego. La actitud sabia era la de obrar en conformidad con los distintos órdenes de lo creado. Sabiduría que, por otra parte, se adquiría ejercitando el propio carácter en humildad, en compasión, en valor, en discreción y en lealtad.
La modernidad cambio el paradigma medieval con respecto al bien y el mal.
El advenimiento de la modernidad alteró por completo ese modelo. En última instancia, la realidad era cosa no tanto de un orden sobrenatural sino de un mundo natural maleable. Así, en vez de tratar de amoldar nuestros deseos a la realidad, nos afanamos por controlar y configurar la realidad según intereses personales. Donde antes se discernía ansiedad, prescribiéndose un cambio de carácter espiritual, la modernidad habla de técnicas de manejo del estrés.
Lewis era consciente de que sus lectores podían pensar que estaba en contra del progreso científico como tal, asegurando vehemente todo lo contrario. Su intención era hacernos ver que la modernidad se había gestado en un ámbito de “sueños de poder”. Escribiendo durante la Segunda Guerra Mundial, Lewis era consciente de vivir en medio de uno de los más amargos frutos del espíritu moderno. J. R. R. Tolkien, amigo de Lewis, reflejó en su trilogía, El Señor de los anillos, las consecuencias de un ansia desmedida de control y poder, que para nada tiene en cuenta la sabiduría y el disfrute gozoso de la creación de Dios, tal como ésta es.5
La determinación del bien y el mal en nuestras manos: La consecuencia del modernismo.
El espíritu de la modernidad nos dejó la carga de discriminar entre lo que está bien y lo que está mal. Esa recién adquirida confianza en que podemos controlar el entorno físico a nuestro antojo ha ido creciendo hasta el punto de hacernos creer que podemos incluso remodelar el ámbito de lo metafísico. De ahí que no nos parezca justo que podamos primero determinar que el sexo fuera del matrimonio es algo permisible, para luego encontrarnos con que existe un Dios que va a castigarnos por ello. Estamos tan convencidos de que nos asisten derechos personales que la mera idea de un Día del Juicio Divino nos parece imposible. Aun así, y tal como Lewis se esfuerza por hacernos ver, esa renuencia va ligada a la búsqueda desmedida de control y poder que tan terribles consecuencias ha tenido en la historia más reciente. Pero no toda la raza humana ha aceptado la visión de las cosas de la modernidad. ¿Qué razones hay para que pensemos que es un proceso ya irreversible?
¿Cómo puede Dios ser moral si pasa por alto los pecados negándose a juzgarlos?
En una de las sesiones del foro tras el culto, una de las personas presentes dijo que la mera idea de la existencia de un Dios que juzga era ya algo ofensivo. A lo que yo respondí preguntando: “¿Por qué en cambio no le ofende la idea de un Dios que perdona?”. Ante su expresión de perplejidad, proseguí: “Con todo respeto, le animo a que reflexione acerca del origen y trasfondo cultural de ese rechazo suyo de la doctrina cristiana sobre el infierno como algo ofensivo”. Acto seguido, procedí a señalar que el espíritu secularizado actual de Occidente se siente incómodo con la doctrina acerca del infierno, pero consideran en cambio muy aceptable la enseñanza bíblica que insta a poner la otra mejilla y a perdonar al enemigo. Finalmente, le pedí que se detuviera a pensar en cómo ven el cristianismo gentes de otras culturas. En sociedades tradicionales, la enseñanza de “poner la otra mejilla” no tiene ningún sentido. De hecho, ofende sus más íntimas convicciones acerca de lo que está bien y es justo. En cambio, la doctrina de un Dios que juzga no es algo problemático. Rechazan, pues, lo que en Occidente se considera aceptable, y se sienten atraídos por aspectos que el Occidente secularizado no puede tolerar.
Como apunte final, ¿qué razones pueden aducirse para que las sensibilidades occidentales se arroguen el derecho de juzgar si el cristianismo es válido o no? Mi pregunta a esa persona fue entonces si creía que su cultura era superior a otras distintas. Su respuesta fue un claro y rotundo “no”. “En ese caso –proseguí– ¿qué razones hay para que las objeciones de nuestra cultura al cristianismo trastornen sus distintas opiniones?”.
Conclusión.
En un deseo de profundizar aún más, imaginemos que el cristianismo no es producto exclusivo de una cultura particular, sino que es de hecho la verdad definitiva y transcultural sobre Dios. Si esa fuera la realidad del caso, cabría esperar que generara polémica y ofendiera a toda posible entidad cultural en alguno de sus puntos, y ello por la simple razón que no hay cultura o sociedad que no sea imperfecta y que no esté en perenne cambio. Si el cristianismo es cierto tendría al mismo tiempo que ofender y corregir en sus pronunciamientos. La doctrina cristiana del juicio divino podría ser ese punto de inflexión. Si Dios es Dios, entonces tiene que juzgar el pecado, si Dios es Dios, El no podia perdonarnos sin la muerte de Cristo. La Doctrina del Juicio de Dios ofende, dejemos que ofenda.
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Adaptado de: Timothy Keller, La Razón de Dios: Creer en una época de escepticismo, trans. Pilar Florez, 1a Edición. (Barcelona: Andamio; Gbu Conecta, 2014), 123-129.
Sobre el autor:
Timothy J. Keller (1950-), es un pastor, teologo y autor estadounidense. BA. Bucknell University, M. Div. Gordon-Conwell Theological Seminary, D. Min. Westminster Theological Seminary (PA). Keller fue profesor por en Westminster Theological Seminary (PA), donde enseñaba eclesiologia y plantaciones de Iglesias. Keller es uno de los teólogos mas influyentes en el cristianamos en la actualidad tanto en Estados Unidos como Europa. Entre sus temas de interés e investigación estan: Apologética, Religion versus evangelio, Ministerio Urbano, Justicia Social y Política, Idolatría versus Adoración, entre otros. Keller es pastor de la Iglesia Presbiteriana del Redentor en Nueva York, (USA). Entre sus numerosos libros se encuentran: “La Cruz del Rey”, “La Razon del Matrimonio”, “Iglesia Centrada”, ” Justicia Generosa”, entre muchos otros disponibles en español.
Notas:
1 23 Mayo, 2005, Conferencia Bianual Faith Angle de Pew Forum sobre religión, política y vida pública, en Cayo Oeste, Florida. Con fecha 5 de Septiembre, puede consultarse la correspondiente transcripción en http://www.pewforum.org/Christian/Evangelical-Protestant-Churches/Myths-of-the-Modern-Megachurch.aspx ID=80.
2 Robert Bellah, et al., Habits of the Heart: Individualism and Commitment in American Life, 1.ª ed. (Universidad de California, 1985), p. 228.
3 De C. S. Lewis, The Abolition of Man (Collins, 1978), p. 46. En relación con este tema, véase también el libro de Lewis, English Literature in the Sixteenth Century, Excluding Drama en la serie Oxford History of English Literature (Oxford University Press, 1953), pp. 13–14.
4 Lewis, Abolition of Man, p. 46.
5 Alan Jacobs, en su biografía de Lewis, hace notar que insistió repetidamente en que no disentía del método propio de la ciencia como tal. Dicho método asume, de entrada, la uniformidad de la naturaleza, y no pocos estudiosos han hecho notar, en ese sentido, que ha sido el cristianismo la fuerza impulsora de las investigaciones por su propia cosmovisión. Pero lo que Lewis está ahí tratando de hacer ver es que la ciencia moderna nació ya con claros “sueños de poder”. Véase Jacobs, The Narnian: The Life and Imagination of C. S. Lewis (Harper San Francisco, 205), pp. 184–187.
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