Cristo y Evangelio

Cual es el corazón del evangelio? por J.V. Fesko

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La Doctrina de la Imputación representa la piedra misma, el bloque mas fundamental sobre la cual todo el evangelio se construye. Sin embargo esta doctrina esencial de la fe cristiana ha estado bajo gran ataque en los últimos años. Es vital que todo pastor y creyente pueda tenga un conocimiento del evangelio, y la llave que abre una comprensión adecuada del evangelio es la doctrina de la imputación.

Este articulo fue tomado del libro: John V. Fesko, «Muerte en Adan, Vida en Cristo: La Doctrina de la Imputación», ed. Matthew Barrett (Lima, Peru: Teologia para Vivir, 2020), 301-306. Ver aqui.

La doctrina de la imputación es de vital importancia para una comprensión correcta y sólida de la doctrina de la justificación y, en última instancia, del evangelio mismo. Algunos podrían caracterizar esta doctrina y el debate que la rodea como una discusión técnica. ¿Por qué tenemos que ser específicos sobre la naturaleza de nuestra redención? ¿No podemos simplemente reconocer que Adán de alguna manera trajo el pecado al mundo y que Cristo nos libera de este estado de sufrimiento? Desde un punto de vista, esta es ciertamente una pregunta legítima. Pero si la Biblia específica y explica la naturaleza de la conexión entre Adán y la humanidad y Cristo y los elegidos, entonces le corresponde a la iglesia estudiar y abrazar su enseñanza. 

       Si bien Romanos 5:12-21 no es el único pasaje que habla del tema, la iglesia debe explicar cómo un hombre peca y Dios, por lo tanto, constituye a todas las personas como pecadores. Por el otro lado, también debemos preguntarnos cómo un acto de justicia u obediencia lleva a la justificación de todos los que ponen su fe en Cristo. ¿Por qué recibimos la muerte en Adán y la vida en Cristo? La respuesta simple es, el pecado imputado del primer Adán y la justicia imputada del último Adán. Las Escrituras enseñan claramente la triple imputación inmediata de la culpa de Adán y la justicia de Cristo dentro del contexto de los pactos de obras y gracia. 

       Dios imputa la culpa del pecado de Adán, que hace que todos los seres humanos estén sujetos a la muerte ya que habitan en el exilio pactual, al este del Edén, lejos del poder escatológico vivificante del Espíritu Santo. Solo la obediencia imputada y la satisfacción de Cristo, recibidas solo por la fe y solo por la gracia de Dios, otorgan el derecho y el título a la vida eterna y restauran a los pecadores caídos en una nueva relación pactual con el Dios trino.

Tales verdades son sublimes y, aunque no presentan la totalidad del evangelio, ciertamente representan sus elementos principales. Las implicaciones pastorales y prácticas de la doctrina de la imputación son significativas. Una de las afirmaciones más expresivas de la historia de la doctrina proviene del teólogo jesuita Diego Layñez y su discurso de tres horas contra la imputación. Él rechazó la doctrina por muchas razones, pero lo más prominente fue el hecho de que la justicia imputada no dejaba lugar para el mérito personal. 

La analogía inicial de su discurso revela las claras diferencias en la comprensión de la imputación y, por consiguiente, de la salvación. En su parábola, Layñez habló del hijo del rey que había heredado toda la riqueza de su padre y del hijo que quería que sus siervos ganaran la posesión de una gema preciosa. A un siervo el hijo le dijo: “Solo cree, y yo, a quien se le ha prometido toda la riqueza del rey, obtendré la gema y te la daré gratuitamente”. El hijo le dijo a otro siervo que lo liberaría de la servidumbre, aseguraría su bienestar, y le daría armas para que pudiera luchar por la gema y ganársela. Estos dos siervos diferentes representaban la doctrina protestante de la justicia imputada y la doctrina católica romana de la justicia infusa. Las diferencias son claras y, francamente, asombrosas.

Para aquellos que llevan la carga de una conciencia llena de dudas, surgen indudablemente preguntas sobre la fidelidad personal, la indignidad o la seguridad eterna. Aunque es una bendición que Cristo los libere de la esclavitud del pecado y los prepare para las buenas obras, si deben asegurar la gema de su salvación por sus propios esfuerzos, ¿quién es suficiente para tal tarea? ¿En qué punto son suficientes mis obras? ¿Me pesará mi propia indignidad personal hasta las profundidades del infierno? ¿Cómo sé si perseveraré hasta el final? Tales preguntas no son poco comunes y tienen respuestas dentro del entendimiento católico romano de la salvación. Sus obras pueden no ser suficientes y por lo tanto deben sufrir en el purgatorio. Pueden ser salvados ahora, pero si cometen un pecado grave perderán su salvación a menos que hagan uso de la penitencia, la segunda tabla de la justificación. Es muy posible que no perseveren hasta el final, pero si un sacerdote les ofrece la extremaunción, pueden recibir una medida extra de gracia para rechazar la tentación de apostatar en los últimos momentos de su vida. La seguridad es siempre fugaz y está en peligro a cada paso.

Aparte de estas cuestiones, nos apremia la pregunta más fundamental, a saber, ¿hasta qué punto la parábola de Layñez refleja la enseñanza de la Escritura? ¿Pone el pueblo de Dios sus buenas obras al lado de las de Cristo con la esperanza de que inclinen suficientemente la balanza hacia un veredicto favorable en el tribunal divino? ¿O estaba Layñez ciego a muchos pasajes claves de la Escritura, como Efesios 2:8-9: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”? El primer siervo de la parábola de Layñez que recibió la gema como don gratuito es el que mejor refleja este famoso texto paulino. Además, Pablo invoca repetidamente este término para caracterizar la justificación y especialmente la imputación. 

Según Pablo “somos justificados por la gracia [de Dios] como un don, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Ro. 3:24). En su discusión sobre la justicia imputada, Pablo escribe: “Ahora bien, al que trabaja no se le cuenta su salario como un don, sino como algo que se le debe” (Ro. 4:4). Lo contrario es cierto, es decir, que la justificación y, por lo tanto, la imputación es un don gratuito.

Pablo invoca el término don (χάρισμα o δωρεά) en Romanos 5:15-17, que se encuentra en el corazón de su explicación del paralelo de la imputación Adán-Cristo:

Pero el don gratuito no es como la transgresión. Porque si muchos murieron por la transgresión de un hombre, mucho más abundan para los muchos la gracia de Dios y el don gratuito por la gracia de Aquel hombre Jesucristo. Y el don gratuito no es como el resultado de aquel hombre que pecó. Porque el juicio que vino por una sola transgresión trajo la condenación, pero el don gratuito que vino por las muchas transgresiones trajo la justificación. Porque si, por la transgresión de un solo hombre, reinó la muerte por ese hombre, mucho más reinarán en vida por un solo hombre Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y el don gratuito de la justicia (Romanos 5:15-17, énfasis añadido).

En la corta longitud de tres versículos Pablo caracteriza la justicia imputada de Cristo como un don gratuito cinco veces. Layñez en última instancia creyó que Cristo era un habilitador, pero le resultó difícil caracterizarlo como un redentor. En clara contradicción, Pablo presenta a Cristo como un redentor y los creyentes reciben Su justicia imputada como un don gratuito, un don que irrevocable, inmutable e indefectiblemente asegura la bendición de la vida eterna (Ro. 5:19-21; 6:23).

El don gratuito de la imputación debe llenar nuestros corazones con alabanza y gratitud por la generosidad de nuestro Señor trino —por el don del Padre, la voluntad del Hijo de cumplir la ley en nuestro lugar y sufrir las consecuencias de su violación, y la aplicación por parte del Espíritu de la obra de Cristo a nosotros por medio de Su llamamiento eficaz y el don de la fe, el único instrumento por el cual los creyentes se aferran a la justicia imputada de Cristo. Estamos con Josué el sumo sacerdote y no tenemos que temer las acusaciones del acusador. Aparte de Cristo, somos indignos de la salvación y merecemos justamente la ira y la condenación de Dios. Pero Cristo ha dicho a Satanás: “Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio?” (Zc. 3:2). 

El Padre clama: “Quitadle esas vestiduras viles”, y vístelo con vestiduras puras (Zc. 3:4). El Padre nos viste con la vestidura sin costura de la justicia de Cristo. A diferencia de Jacob, que tuvo que llevar la túnica de su hermano para engañar a su padre Isaac con el fin de recibir la bendición del pacto, nuestro Padre celestial nos ha dado gratuitamente la túnica de nuestro hermano mayor, Jesús, para que podamos estar en Su presencia y recibir Sus bendiciones. Nuestras vidas están “escondidas con Cristo en Dios” (Col. 3:3) con el pleno conocimiento y consentimiento del Dios trino. La doctrina de la imputación es, por lo tanto, de la mayor relevancia pastoral y práctica. 

En el último día no podemos decir que estamos solos —ningún hombre es una isla. No podemos decir: “Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”, y rechazar las acciones representativas de Adán y Cristo. Debemos estar con uno de estos dos representantes que marcaron la era: o estamos con Adán o con Cristo. El hecho de que Adán se arrepintió de su pecado nos informa dónde debemos estar todos. Cuando Layñez rechazó la doctrina de la imputación porque no dejaba lugar para el mérito personal, tenía toda la razón. Los reformadores protestantes sabían que la salvación no puede depender de nosotros, sino que debe descansar únicamente en Cristo. Las palabras del conocido himno de Horatius Bonar (1808-89): “Tus obras, no las mías, oh, Cristo”, captan bellamente la esencia y la naturaleza de la doctrina de la imputación: 

Tus obras, no las mías, oh, Cristo,

Hablan con alegría a este corazón;

Me dicen que todo está hecho,

Ellas alejan mi temor.

A quien más que a ti, Señor, puedo acudir

El único que puede expiar el pecado

Tu cruz, no la mía, oh, Cristo,

Ha llevado el cargamento desmesurado

De pecados que nadie podría soportar

Más que el Dios encarnado.

A quien más que a ti, Señor, puedo acudir

El único que puede expiar el pecado

Tu justicia, oh Cristo,

Es la única que puede cubrirme;

No hay justicia que valga

Salvo la que se halla en Ti.

A quien más que a ti, Señor, puedo acudir

El único que puede expiar el pecadoLa culpa imputada de Adán trae muerte, pero la justicia imputada de Cristo trae vida. Su justicia imputada imparte la seguridad de salvación y la esperanza de la vida eterna. No hay otro fundamento para la salvación excepto en la justicia imputada de Cristo.

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Sobre el autor:

John V. Fesko, 

B.A., M.A.Th., PhD. El Dr. Fesko es Decano Académico y Profesor de Teología Sistemática e Histórica en Reformed Theological Seminary (RTS). Es considerado uno de los teólogos más importantes de la actualidad, y autor de docenas de libros académicos.

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